Somos esclavos de la finitud. Una cruel ironía evolutiva nos dotó de una conciencia ilimitada. Un poder de conocimiento que ansía desesperadamente abarcar el infinito pero sin embargo no tenemos la facultad de comprenderlo.
Entendemos que la realidad en la cual estamos inmersos no depende de nuestra existencia. Ella estaba aquí antes de nuestra llegada y seguirá estando aquí luego de nuestro fin. Sin embargo, no conocemos, o no somos capaces de conocer, esta realidad objetiva y aparentemente perpetua que nos rodea, lo único que conocemos es “Nuestra” realidad. Somos presas de nuestras percepciones, desde que “pensamos” al mundo inevitablemente lo transformamos y lo hacemos propio, diferente a la realidad objetiva así como también diferente a la realidad individual de cada uno de los demás seres que nos rodean. Este mundo que construimos es tan propio como lo son nuestros pensamientos y por lo tanto es tan efímero y perecedero como nosotros mismos.
Este desdoblamiento entre la infinitud intelectual y la finitud material es uno de los tormentos más grandes del hombre. ¿Cómo puede ser posible que el mundo siga su curso si yo ya no existo? ¿Cómo puede ser posible que el mundo siga existiendo si no estoy yo para pensarlo? ¿Cómo puede estar mi aguda conciencia infinita en manos de la inclemente sombra de la muerte?
Todas las religiones en la historia de la humanidad intentaron dar respuestas fantasiosas a esas preguntas. El objetivo era siempre el mismo. Como no podemos soportar la desolación que nos genera reconocer la finitud de nuestra conciencia en el plano real, creamos otro, imaginario, en donde estos absurdos cobrarían sentido para nosotros. De esta forma la muerte pierde su poder destructivo y se convierte en un simple puente entre dos realidades.
¿Por qué nos aterroriza tanto la muerte? Nietzsche escribía en su teoría del “eterno retorno” que era absurdo temerle a la muerte. No hay mejor forma de honrar a la vida que dándole un digno final, en cambio, lo que si sería razonable es tenerle miedo a la “muerte fuera de tiempo”. La verdadera desgracia es morir sin haber vivido. La filosofía del “eterno retorno” exige vivir de modo de que si la vida se repitiera como en un ciclo eterno, desearías vivirla exactamente de la misma forma una y otra vez. Si esto se logra, la muerte no es más que el broche de oro, el fin apropiado que glorifica la vida. ¡Vive de forma de realizar tu esencia a cada instante y la muerte te alcanzará en el momento justo!
Sin duda es más sencillo declarar despóticamente la inmortalidad de la conciencia como hace la teología que llevar a la práctica una teoría tan radical como la de Nietzsche. Generalmente se recurre a la inmortalidad como un camino rápido para alivianar la significancia que posee la muerte, pero, ¿Somos conscientes de todo lo que implica la inexistencia de la muerte? Es probable que no haya peor castigo que el de vivir sin poder morir. Es una macabra forma de estar condenado a la vida.
La inmortalidad es seductora y atrapante como todo concepto sobrenatural y nunca podremos quitarla de nuestras fantasías. Sin embargo, existe una vía real para calmar estas ansias sin recurrir a la teología. Es simple de ver que la inmortalidad solo puede encontrarse en la esencia del género. Los hombres nacen y mueren todo el tiempo en todas partes del mundo pero el género permanece. No hay forma más fácil y satisfactoria de lograr la inmortalidad que generando una nueva vida a partir de la de uno. Nosotros poseemos una parte esencial de nuestros padres y nuestros hijos tendrán una parte esencial de nuestra esencia.
La individualidad eterna es una quimera. Para poder abrazar la tan ansiada inmortalidad, es necesario depositar nuestros principales esfuerzos en alcanzar un mejor y más sustentable futuro para nuestros hijos y para la posteridad.
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