Orden, perfección y belleza son conceptos que muy a menudo se encuentran asociados en la conciencia del hombre. La idea occidental de un mundo perfecto requiere necesariamente del orden y la previsibilidad.
El hecho que orden, perfección y belleza se encuentren asociados es una injusticia lingüística flagrante contra el caos y su belleza evidente. ¿Existe alguien que no vea belleza en el caos cromático de un bosque otoñal? El caos y la imperfección es lo que reina en el mundo real y si no podemos colocar nuestro concepto de belleza en la realidad, lo colocamos fuera de ella, en oposición a ella, con consecuencias más que obvias.
Estamos olvidando también que el caos no solo es parte imprescindible y constitutiva de la realidad sino que también es vital y necesario. La realidad no podría nunca ser perfecta porque la perfección no admite ningún progreso posible. El orden y la perfección tienen una sola mirada, una sola manera de existir ya que son la mejor de entre todas las posibilidades. No existe en el orden perfecto ninguna fisura posible para la transformación. ¿Cuál es el papel del hombre en una realidad sin posibilidad de progreso alguno?
La situación de incomodidad de conciencia, la sensación de injusticia, el dolor, el sufrimiento y el inconformismo son las cosas que mueven al hombre. En la esencia misma del hombre se encuentra el ser un agente de cambio, de transformación. Si el hombre no transformara su realidad no sería hombre. ¿Qué sería del hombre en un mundo sin caos, en un mundo perfecto? Solo habría una forma de describirlo. La muerte del hombre.
El estado de perfección es un estado en el que ya no existimos como hombres de conciencia. Es un estado en el que el hombre es completamente estéril. Un estado que no necesita que entremos en acción ni que pensemos sobre su porvenir. No hace falta que intentemos transformarlo ya que no permite mejora posible. Es un estado que, de existir, claramente no podría ser de este mundo. Esto lo entendió muy bien el cristianismo exaltando la imperfección del mundo en contraste con la perfección del paraíso.
Un hombre que no puede transformar la realidad en la que vive no solo es un hombre que ha anulado una parte importante de su esencia sino que es un hombre que no puede comprender la realidad ya que la transformación y la compresión de la realidad van necesariamente de la mano. Solo quien quiere cambiar la realidad puede verdaderamente comprenderla.
En los momentos históricos de cambios y transformaciones profundas se establecen las condiciones para que surjan hombres que interpreten la realidad en base a los cambios que se avecinan. No hay motor más grande para el desarrollo del conocimiento del hombre por el hombre que los momentos de caos e inestabilidad. Allí donde hay necesidades la humanidad genera el impulso para el cambio, donde hay inconformidad, donde hay malestar social, surgen las corrientes de renovación y transformación que elevan el conocimiento que el hombre tiene de sí mismo. Del caos surge el alimento de la conciencia del hombre. Sin el caos, en el orden más perfecto, el hombre moriría inevitablemente de inanición.
Al tomar riesgos el hombre se acerca indudablemente al caos ya que la imprevisibilidad es una de sus características fundamentales. El hombre que no toma riesgos, que descansa sobre el llano en la quietud de una estabilidad tranquilizadora, anulando todo progreso y paralizado por el miedo al cambio es lo más cercano a un hombre muerto. En esos casos lo más aterrador no es morir, sino morir sin haber vivido.
El hombre está esencialmente adaptado para accionar transformando la caótica realidad. No hay forma de extinguir ese instinto natural. Los predicadores del orden, del conservadurismo y de la defensa del status quo luchan contra algo imposible de lograr. Vivir en una sociedad de hombres muertos.
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