No existe libertad más amplia e ilimitada que la libertad que experimentamos en el terreno de las ideas. Allí es donde los conceptos tienen entidad propia y la realidad pierde su origen, su sustento, su causa prima… la materia. Dentro de este universo se encuentra nuestro preciado mundo privado. Nuestro reino intocable y sagrado en donde somos dueños, amos y señores. Allí es donde no existe límite que no sea impuesto por nosotros mismos.
Sin embargo, esta vasta libertad se encuentra siendo amenazada constantemente. El pasado y su actitud transformadora deja marcas tan profundas en la comarca, que todo aquello que fluya por su fértil terreno es encauzado, formando corrientes limitadas que aumentan constantemente su caudal a medida socavan aquello que los rodea. Esa libertad que antes se expandía alegremente hasta abarcar todo lo que tenía a su alrededor hoy se encuentra dominada, guiada y conducida por senderos específicos. Aquel reino preciado en donde crecían y se desarrollaban nuestras ideas se vuelve enfermizamente previsible.
Construimos incansablemente dentro del, ya no tan libre, mundo de nuestras ideas. Construimos aquellos muros que forman nuestra identidad, idea tras idea como ladrillos de éter. Tristemente y en general sin advertirlo, nos encontramos que allí en donde debiera existir una desordenada y brillantemente caótica arquitectura, tenemos un patrón, un orden edilicio dictado por las pisadas de un pasado tan inevitablemente nuestro.
Cuan fundamentales son para toda construcción aquellas primeras vivencias, experiencias, las primeras ideas germen de los primeros ladrillos. Aquellos bloques que soportan el peso de toda la estructura fueron colocados en esos momentos en donde no sabíamos construir y necesitábamos de alguien que nos sirva de guía.
Tanto aquellos que sirvieron como guía trasladando sus propias formas y limitaciones así como nosotros mismos luego de recibirnos de constructores somos cómplices del condicionamiento constante de nuestra libertad. Buscamos ansiosamente el complemento que encastra en nuestra estructura conceptual y nos genera rechazo todo aquello que no siga nuestra norma, aquello que nos descoloca y nos desvía de nuestro patrón.
Los embates de la cruda realidad generaron que nos aferremos recelosamente a nuestra estructura. La hemos construido con mucho cuidado, tiempo y dedicación por lo que buscamos incansablemente a aquellas personas que con su aporte la hagan más firme, alta e imponente. Nos aterramos ante la posibilidad del cambio y, con el correr del tiempo, vamos desarrollamos el funesto don de la ceguera selectiva, aquella que permite que frente a una realidad tremendamente cambiante y variada podamos tomar solo aquello que reafirme nuestras convicciones, descartando todo lo demás.
Hay algunas personas que por temor al cambio construyen solo de un material tan liviano y volátil que el más leve soplo echa por tierra todo aquello que consolida su identidad. Es una estrategia de supervivencia dolorosa pero de recuperación fácil y rápida. Esta gente construye con celeridad, adaptándose velozmente al nuevo entorno, pero el mundo efímero en donde sumergen sus ideas los hace colosalmente inseguros.
Hay otros que, aunque no lo parezcan los domina el mismo miedo pero, a diferencia de los primeros, construyen una estructura sólida, rígida e inmutable que sostienen y refuerzan constantemente a lo largo de los años. El cambio en estas personas se vuelve imposible, son personas ante las cuales el flujo dialéctico de la historia parece haberse detenido en su edificio de ideas tan polvoriento y añejo que contrasta notablemente con la versatilidad de su entorno. El hedor rancio que desprenden sus ideas no genera más que desprecio en algunas personas así como también una adhesión fanática en otras que comparten la misma causa.
¿Cuántas son las personas que se encuentran capacitadas para mirar la base de su estructura conceptual para comprobar si sus primeros ladrillos son de barro o de hierro? ¿Cuántos se animan a cambiar de rumbo a mitad de camino? ¿Cuántos tienen el valor de derribar lo que construyeron para empezar nuevamente?
Que revolucionario e inmensamente difícil que puede resultar destruir un prejuicio. Asimismo no existe nada que nos haga más libres. No existe razón para no asestar este temido golpe. La realidad misma en la cual estamos inmersos es en esencia revolucionaria, todo fluye, nada permanece y todo se mantiene en un constante cambio. ¿Por qué no estar en sintonía con nuestro entorno?
No hay remedio más efectivo para evitar una dolorosa fractura que hacerse enormemente flexible.
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